23 de julio de 2025

Furgencio y el Huerto Zombi que se Pasó de Orgánico

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La vida de Furgencio era un imán para los problemas, pero él, ajeno a su propio destino, a veces intentaba ser… proactivo. Esta vez, la inspiración le llegó en forma de un documental sobre vida sostenible y el ahorro. «¡Un huerto urbano!», exclamó, con la misma convicción con la que una vez decidió que podía arreglar el grifo él solo. Era hora de comer sano y, de paso, evitar el supermercado, ese nido de gente con prisa.

Así que, armado con una pequeña pala, un sombrero de paja que le quedaba ridículamente grande y unas ganas inusitadas de ensuciarse, Furgencio se dirigió a un mercadillo de «productos artesanales y semillas exóticas». El vendedor era un tipo con ojeras, una barba que parecía hecha de musgo y un cartel que rezaba: «Semillas orgánicas del más allá, ¡cosecha garantizada!». Furgencio, sin inmutarse por el «más allá», compró un puñado de unas semillas de color verdoso brillante que prometían «acelerar el crecimiento y la vitalidad».

Las plantó con esmero en su azotea, regándolas con agua de lluvia que había recolectado en un cubo de fregona. A los pocos días, los brotes surgieron con una fuerza sorprendente. Demasiado sorprendente. Lo que empezó como una pequeña lechuga, de repente tenía un aspecto… fibroso. Y gemía.

«¡Lechuuuuugaaa!», gruñó el primer brote, retorciéndose lentamente. Furgencio retrocedió, dejando caer la regadera. No eran vegetales normales. Eran zombis vegetarianos. Criaturas lentas, torpes, pero con una obsesión insana por… ¡otras plantas!

Su huerto se convirtió en un campo de batalla silencioso. Los «no-muertos verdes» se arrastraban por la azotea, murmurando «¡Tomateeees!» y «¡Brocoliiiis!», intentando devorar la escasa cosecha de Furgencio y las macetas de sus vecinos. Un apocalipsis agrícola, cortesía de sus semillas «orgánicas».

Furgencio, que no tenía cerebro para ofrecer, se encontró defendiendo sus zanahorias con la pala, intentando razonar con un zombi-pepino que quería apropiarse de su terreno o persiguiendo a una zombi-espinaca que intentaba robarle un pimiento. Un día, intentó construir una barricada con macetas vacías. Los zombis eran tan lentos que le dio tiempo a montarla, pero al minuto siguiente, una zombi-coliflor tropezó y, con un «¡Plof!» desganado, derribó todo su trabajo.

La situación empeoró cuando los zombis vegetarianos descubrieron el jardín comunitario de la urbanización de al lado. El horror. Los gritos de «¡Bayaaaas!» se mezclaban con las protestas de los vecinos por sus rosales destrozados. La policía llegó, confundida, ante los informes de «vandalismo vegetal por criaturas que gruñen». Furgencio intentó explicarles la situación con su sombrero de paja en la mano, señalando a un zombi-patata que intentaba devorar un bonsái. Le miraron como si él fuera el problema.

Al final, Furgencio se dio cuenta. Su huerto no era para producir comida, sino para ser un «campo de contención» involuntario para estos no-muertos obsesionados con la fibra. Decidió dejarles sus propias cosechas, montando un pequeño «comedor zombi» en un rincón de la azotea, solo para mantenerlos lejos de sus otras plantas (y de la cordura de sus vecinos). Él, por su parte, volvió a la pizza a domicilio. Era más segura.


Moraleja: Algunos «productos orgánicos» vienen con más vida de la que esperas… y con un apetito voraz por tu acelga. Y la jardinería, a veces, es una profesión de riesgo.

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