21 de junio de 2025

Furgencio y la Cacería de Cthulhu

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La llamada del abismo resonó en la cabeza de Furgencio, no como un susurro cósmico, sino como un teleoperador de ofertas de internet al que no podía colgar. Había leído algo sobre Cthulhu, el Gran Antiguo, el durmiente de R’lyeh, y en su ilimitada (y peligrosamente mal dirigida) ambición, decidió que su propósito en la vida era… darle caza. «¡Seré el primero en ponerle una correa a un dios primigenio!», masculló, mientras consultaba mapas marítimos en su portátil, que por algún motivo seguía usando Windows XP.

Equipado con un gorro de pesca, unas aletas de buceo de Decathlon y una red de mariposas, Furgencio se dirigió a las costas más profundas de su imaginación (o al menos, a la playa más cercana con cobertura 4G). Pasó días en su balsa inflable, lanzando trozos de calamar como cebo para la deidad cósmica. La gente en la orilla lo observaba con una mezcla de lástima y diversión, pensando que era un turista excéntrico.

Una noche, mientras intentaba usar un buscador de peces de juguete que le había regalado su sobrino, una densa niebla verdosa descendió sobre el océano. El agua empezó a burbujear y un tentáculo, no precisamente de calamar, se asomó brevemente antes de desaparecer. «¡Ahá!», gritó Furgencio. «¡Lo sabía! ¡Aquí estás, Cthulhu, perro de la guerra cósmica!»

Remó con todas sus fuerzas hacia el lugar donde había visto el tentáculo, con la determinación de un chihuahua persiguiendo un láser. La niebla se hizo tan espesa que no veía ni sus propias aletas. El aire se volvió pegajoso y un olor a almizcle y libros viejos llenó sus fosas nasales.

De repente, un crujido de ramas se escuchó a su espalda. Furgencio se giró, esperando ver alguna manifestación del horror lovecraftiano. Pero lo que encontró fue mucho, mucho peor.

De entre la niebla emergieron tres siluetas esbeltas, con ojos brillantes y garras afiladas. No eran tentáculos. No eran alas membranosas. Eran velocirraptores. Y no unos velocirraptores cualquiera. Estos llevaban gafas de leer en la punta del hocico y parecían discutir algo en voz baja, con un aire de intelectuales depredadores. Uno de ellos, el que parecía ser el líder, hizo un gesto con una garra en lo que Furgencio juraría que era un signo de «acuerdo táctico».

«¡Pero… pero si ya no existís!», balbuceó Furgencio, confundido.

El velocirraptor líder se aclaró la garganta (un sonido sorprendentemente gutural) y, con una voz que sonaba como la de un profesor de filosofía, dijo: «Estimado Homo Sapiens, su teoría de la extinción es, perdone que le corrija, superficial. Hemos estado… evolucionando. Y su cacería de Cthulhu es, francamente, una interrupción en nuestra tesis sobre la simbiosis interdimensional.»

Furgencio no entendió ni una palabra, pero el brillo en los ojos de los reptiles era inconfundible. Antes de que pudiera gritar por ayuda o intentar ofrecerles su red de mariposas como ofrenda, los tres velocirraptores, con una coordinación impecable y la precisión de cirujanos hambrientos, se abalanzaron sobre él.

Hubo un par de ruidos de desgarro, un chapoteo y un último grito ahogado de «¡Mi gorro de pesca!». Los velocirraptores, tras un almuerzo inesperado, se limpiaron los hocicos con el reverso de sus garras y reanudaron su discusión sobre el Gran Cthulhu, dejando la balsa de Furgencio a la deriva en la niebla, vacía y sin más rastro de su intrépido (y tonto) ocupante.

Moraleja: Si vas a cazar a un dios primigenio, asegúrate de que no haya dinosaurios con doctorados en el camino. Y los velocirraptores, al parecer, prefieren el «sabor a aventura».

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